La mujer herrada
Vivía en la ciudad de México un buen sacerdote, acompañado de
su ama de llaves, quien se encargaba de las tareas domésticas.
Un herrero, el mejor amigo del buen capellán, desconfiaba
instintivamente de la vieja ama de llaves, y así hubo de decírselo al cura,
instándole repetidas veces para que la despidiera, aunque el sacerdote no llegó
nunca a hacer caso de tales advertencias y consejos.
Una noche, cuando ya el herrero se había acostado, llamaron a
su puerta violentamente, y al abrir encontrarse con dos hombres de color que
llevaban una mula. Aquellos hombres rogaron al herrero que pusiera un crucifijo
en la nuca del animal, que pertenecía a
su buen amigo el sacerdote, quien había sido llamado inopinadamente por el
obispo
Satisfizo el herrero el deseo de los desconocidos herrando a
la mula en una pata delantera, y cuando se alejaban, tuvo ocasión de ver que
los indios castigaban cruelmente al animal.
Intrigado e inquieto pasó la noche el herrero, y a primera
hora del día siguiente se encaminó a casa de su buen amigo el sacerdote. Largo
rato estuvo llamando a la puerta de la casa, sin obtener respuesta, hasta que
el capellán fue a franquearle el paso con ojos soñolientos, señal evidente de
que acababa de abandonar el lecho.
Enterado por el herrero de lo que sucedió aquella noche, le
manifestó que él no había efectuado viaje alguno ni tampoco dado orden para que
fueran a herrar la mula. Después, ya bien despierto, se rió el buen capellán
muy a su gusto, de la broma de que había sido objeto el herrero. Ambos amigos
fueron al cuarto del ama de llaves, a cerciorarse de que ahí estaba.
Llamaron repetidas veces a la puerta, y como nadie les
contestara, forzaron la cerradura y entraron en la habitación.
El espectáculo que se ofreció ante sus ojos era asombroso.
Sobre la cama, gritando de dolor y como si algo la quemara, se encontraba el
ama de llaves pidiendo perdón a dios.
Los asombrados amigos
convivieron que la desdichada mujer estaba siendo castigada por dios y
finalmente termino loca y lo único que estaba que repetía era ¡perdón por
favor, perdón!
José Rodolfo Gómez